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“No soy mi padre”

PUEBLA.- No todos los días tengo la oportunidad de hablar con el hijo de un terrorista. La historia de Zak Ebrahim debería ser lectura obligada en las escuelas de México, desde primaria hasta universidad y, ¿por qué no?, debería ser repetida en las Cámaras de Senadores y Diputados, en las convenciones de los partidos políticos, en las oficinas de Gobierno, en las empresas, en los templos de las distintas religiones, en los juzgados y hasta en los clubes deportivos.

Zak es hijo de un fanático musulmán, El Sayyid Nosair, seguidor de Osama Bin Laden que nació en Egipto y luego se hizo ciudadano norteamericano. Dice Zak que cuando él tenía 7 años, su papá asesinó al rabino ultraortodoxo Meir Kahane. Tres años después, en 1993, desde la prisión, participó intelectualmente en un ataque con 680 kilos de explosivos al World Trade Center; mató a seis personas e hirió a mil. Otros ataques fueron desactivados por el FBI.

Fiel a sus convicciones extremas, El Sayyid Nosair inculcó en su hijo de 7 años las creencias radicales, el odio por los infieles (todos los que no vivieran como ellos), y lo inició en las armas, preámbulo a una potencial carrera de asesinatos y violencia. La insólita puntería del niño en los campos de tiro despertó alabanzas y orgullo entre los amigos del padre: “Ibn abuh” (de tal padre, tal hijo), la semilla de la destrucción estaba sembrada.

El alto nivel de descomposición social y brutal violencia que tenemos en México se evidencia en que cada vez más personas participan en actividades ilegales, vemos a familias enteras dedicadas al delito en toda su gama, narcotráfico, narcomenudeo, robos y asaltos, secuestros, piratería, y ahora, faltaba más, algunos desde la política y otras posiciones de autoridad que deberían ser bastiones para combatir la delincuencia. Es un problema social.

¿Existe la herencia del comportamiento? Así como hay historias de orgullo donde del eminente médico o abogado surge un vástago igual o más capaz que continúa la tradición, así en la delincuencia se hereda el negocio ilícito. Aunque no es una regla, hay indicios que de padre robacoches, hijo robacoches, de papá vendedor de piratería, hijo pirata. Heredar el negocio supone continuar un modus operandi para seguir obteniendo una ventaja.

A los 19 años la vida de Zak le pesaba demasiado. Estaba harto de cambiar de residencia frecuentemente para encubrir la realidad de la familia, cansado de esconder su identidad y de ser objeto de bullying por su obesidad y timidez, lleno de prejuicios sociales. Un día se dio cuenta que su mejor amigo era judío y tiempo después, trabajando en un parque de diversiones en Florida, trató a todo tipo de personas y terminó de convencerse que la realidad era muy distinta a los estereotipos raciales y religiosos que le habían inculcado. Al ser víctima de discriminación, se solidarizó con los ofendidos.

Hablé con Zak aprovechando su participación en La Ciudad de las Ideas. Su libro y ponencia El hijo del terrorista, una historia sobre elección, despertó conciencias y admiración. De voz serena que inspira una profunda calma, me repitió las palabras de su madre cuando le expuso que no quería ser como su padre, palabras que le calaron hondo: “Estoy harta de odiar a la gente”. Hoy Zak es un pacifista cuyo testimonio es contundente, la violencia no se hereda, y termina su participación con una de las frases más fuertes que yo haya escuchado, palabras conmovedoras, lapidarias: “No soy mi padre”.

Zak escogió no odiar, escogió ver por sí mismo, tener una posición autocrítica, entender a los otros y a lo otro, saber que sin distinción de credos y razas los fines ulteriores de la vida son los mismos. Zak escogió respetar la vida, liberarse, cambiar su historia y la de muchos más, retó su propio destino. Entendió que delinquir es una decisión personal y sepultó aquel “Ibn abuh”, presagio de más sangre y dolor en el mundo.

Los hijos de delincuentes en México deberían tener el valor de elegir para alguna vez decir “No soy mi padre”.