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Meritocracia, ¿de ficción?

El día en que el cardenal Jorge Bergoglio fue electo como Papa de la Iglesia Católica, varias fotos de la multitud que atestiguaba el acto desde la Plaza de San Pedro fueron motivo de análisis. Miles de pantallas brillaban en aquella oscura y a la vez luminosa noche del 13 de marzo de 2013. Los fieles eran también fotógrafos que guardaban para la posteridad ese momento. Las imágenes se contrastaron con otras de apenas 8 años antes donde una idéntica fe, pero diferente concurrencia, atestiguaba otro evento de corte papal. En esta ocasión no aparecen teléfonos inteligentes grabando, por una sencilla razón, el iPhone apareció en el año 2007.

Antes veíamos los sucesos en directo, hoy, aunque estemos ahí, los vemos a través de una pantalla. La comparación me gusta para argumentar que, independientemente de que la tecnología nos está cambiando la forma en cómo vemos al mundo y nos relacionamos, hay aspectos básicos de la conducta humana que no han cambiado desde que nuestros sapiens antepasados habitaban en cuevas remotas. Quizá por esto encuentro fascinante la serie Black Mirror, donde se exploran vertientes tecnológicas, y también filosóficas, sobre el impacto que tendrán en un futuro inminente los adelantos científicos en la vida cotidiana.

Quienes me han escuchado saben que el tema me apasiona como al cronista deportivo que le toca narrar el gol de su equipo favorito. Como aquí el espacio es limitado, me concentraré en un capítulo intitulado “Caída libre”. Es el futuro, no sabemos el año pero es un tiempo muy cercano. Las personas llevan un aparato (como un teléfono inteligente) en la mano todo el tiempo (¿suena familiar?), lo usan para comunicarse vía voz e imagen, pero también pueden ver quién es otra persona a la que apuntan. Se trata de una sociedad donde todos están etiquetados y ostentan un puntaje social, una calificación que depende de los demás y que no sólo indica el estatus de cada quien sino que condiciona el tipo de vida que llevan y el círculo social al que pertenecen.

Visto con rigor, el hombre siempre ha vivido etiquetando a los demás, es una función de la sobrevivencia saber quién es tu vecino del mismo modo que el hombre cavernario debía asegurarse que no dejaba a su familia a merced de un caníbal en la cueva contigua. Ayer dependíamos nada más de los sentidos y el instinto, hoy en día, la evolución del conocimiento ha hecho que cada vez más contemos con herramientas muy poderosas para socializar.

La protagonista de nuestro capítulo lucha por mejorar su puntaje social, trata de aparentar en las fotos que sube a las redes sociales que lleva una vida extraordinaria, pero también trata de agradar a las personas en su día a día, pues en cada interacción humana, en cada encuentro en un elevador, en cada trámite en una ventanilla, las personas se califican mutuamente. Un exabrupto con alguien te puede restar puntos; bajar de determinado puntaje te excluye de poder entrar a un restaurante (que en su exterior anuncia el puntaje social mínimo para ingresar) o aspirar a vivir en cierta colonia. Se trata de un sistema vulnerable porque el “voto” de todos vale por igual (así funciona nuestra democracia). Cualquier parecido con lo que ya vivimos no es pura coincidencia. La diferencia es que en ese futuro de aparente ficción todos sabemos todo de todos. Hay una meritocracia brutal que depende de los demás para definir tu vida y si eres feliz. La dependencia de los “me gusta” y los seguidores sociales de hoy llevada a un nivel exponencial. ¿Para allá vamos?

De pronto imaginé una historia derivada. Imagina tener un Poder Legislativo que tenga mínimo x puntos de calificación. Esto implica que como sabemos todo de su pasado, en automático los corruptos e ineptos no podrían aspirar a ser diputados o senadores. Imagina que para llegar a ser presidente de la República se requiera x+1 puntaje mínimo. Estaríamos con la certeza de que quienes pueden ser elegidos forman parte de una aristocracia (el gobierno de los mejores), tendrían los méritos correctos para determinada labor. Imagina que así pudiéramos contratar a todos los profesionales y otros proveedores. Habría personas correctas en los lugares correctos haciendo lo correcto.

Espanta, sí. También ilusiona.