Loading...

Louis Kahn

Es el 17 de marzo de 1974. Un hombre se colapsa en uno de los baños públicos de la estación Penn del metro de Manhattan, el ataque cardiaco es fulminante. Se trata del famoso arquitecto de origen ruso, nacionalizado norteamericano, Louis Kahn, que muere a los 73 años, en bancarrota, solo, y sin que nadie reclame su cadáver durante 3 días que permaneció en la morgue. Al cumplirse un aniversario luctuoso más, vale la pena revisar algo del legado de uno de los arquitectos más influyentes del siglo veinte.

Con 1.60 metros de estatura y un rostro marcado por las cicatrices de una quemadura infantil, Kahn cambió el curso de la arquitectura. Su obra debería interesarnos si trazamos un puente entre sus ideas y la noción de país que aspiramos ser, un país donde falta la mente de un arquitecto brillante que pueda conceptualizar el desarrollo sustentable, un Estado sólido, un gobierno responsable y creíble, donde las buenas obras, como las instituciones fuertes, perduren en el tiempo y sean motivo de orgullo.

Sabemos de la vida de este filósofo del ladrillo por un estupendo documental, Mi arquitecto, de Nathaniel Kahn (hijo bastardo que convivió muy poco con su progenitor), quien 29 años después de muerto su padre hace un viaje a través de los edificios diseñados por Kahn y entrevista a personas que conocieron al arquitecto. Como en una excavación arqueológica, poco a poco surge el rostro inédito del padre.

La arquitectura de Kahn toma una identidad poderosa luego de un viaje donde queda impresionado por la arquitectura antigua grecorromana y egipcia. Entiende que las obras deben ser atemporales, monumentales, pero servir a una escala humana. La trascendencia en el tiempo es una de las características de las obras de Kahn. Luego de décadas, siguen ahí, más vigentes que nunca. ¿No acaso sucede lo mismo con las reformas de un estadista?, ¿no acaso es mal arquitecto quien hace obras que nada más tienen vigencia durante un sexenio?

Al mezclar ideas fundacionales de la arquitectura antigua (el uso de grandes volúmenes, por ejemplo) pero con alto sentido humano y espiritual, Kahn logra una mezcla vigorizante donde los materiales asumen su naturaleza, el concreto muestra con orgullo sus imperfecciones (de la misma forma que él asumió sus cicatrices en el rostro). Kahn toma un ladrillo y le pregunta “¿qué quieres ser?”, sabe que parte de su éxito es seleccionar los materiales idóneos para un propósito superior.

¿Deberíamos nosotros regresar a las ideas fundacionales de Platón quien proponía una sociedad regida por la “clase de oro”, es decir, de los más aptos?, ¿deberíamos adoptar un sistema meritocrático donde nada más ciertos perfiles de ciudadanos tuvieran la opción de elegir a un grupo de verdaderos capacitados para gobernar un país? Kahn habló de la “denigración de la arquitectura” y se propuso reformarla, hoy nosotros sabemos de la denigración de la política; si vamos a construir nuestra casa, ¿no sería ideal tener al mejor arquitecto en vez de uno muy malo?

El hombre que supo manipular espacios, volúmenes, luz, textura, escala y sentido dijo a sus alumnos: “cuando quieras dejar presencia debes consultar a la naturaleza, ahí está el diseño”. La naturaleza es meritocrática. La naturaleza de los malos gobernantes es hacer mal las cosas, ¿nuestro actual sistema de gobierno facilita o dificulta que gobiernen los mejores?

Al caer fulminado en el metro de Nueva York, Kahn llevaba en su portafolio los trazos de su último diseño, el Parque de las Cuatro Libertades (construido recientemente), memorial del presidente Franklin D. Roosevelt que honra su discurso de 1941 donde expuso las cuatro libertades del hombre. Kahn transformó ese concepto en un recinto sobre el East River, entre Manhattan y Long Island, un sitio que deberíamos duplicar de alguna forma en México; habla de libertad de expresión, de credo, libertad de vivir sin penuria y libertad de vivir sin miedo; todas ellas deficientes en México, el único gran país que tenemos, donde sobran ladrillos y falta un arquitecto.