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La virtud de lo lento

Nuestra era ha convertido a la velocidad en una dudosa virtud. De llegar a nuestro planeta un ser de otra galaxia podría usar la definición de un acelerador de partículas para describir la vida en la tierra: “dispositivo que utiliza campos electromagnéticos para acelerar partículas cargadas hasta altas velocidades, y así, colisionarlas con otras partículas, generando nuevas partículas que generalmente son muy inestables y duran menos de un segundo”. La colisión como forma de vida tiene su eje en la aceleración, hemos hecho una apología al instante.

Aunque tiene sus ventajas, la gratificación instantánea es un mal contemporáneo, ha condicionado al individuo a esperar más en menos tiempo. Mi infancia estuvo iluminada por bulbos. Encendías el televisor y la imagen aparecía luego de un minuto infinito. Aunque no extraño aquellos años en que tenían que pasar 7 eternos días para revelar un rollo fotográfico, había cierta magia en la paciencia forzada. Y cada generación tendrá su símil, lo que es indiscutible es que algo tiene el sabor de lo cocinado a la leña que el gas no ha podido superar; por algo las tortillas hechas a mano se valoran más que las producidas en serie.

Llevamos una vida sincopada donde se ofrece como ventaja la velocidad. De la pizza fugaz a la red más veloz de telecomunicaciones, de hormonas para acelerar el crecimiento del ganado a los torneos cortos de fútbol, la vorágine dicta del ¡hoy! al ¡ya! Nuestras abuelas se teñían el pelo y esperaban toda una vida (al menos así me parecía) bajo un aparato que amenazaba desintegrarlas. Hoy el tinte de pelo es instantáneo, como el café soluble o el terrible encapsulado, que para muchos sustituye al verdadero café. Las academias de idiomas tienen como gran divisa al tiempo y hay universidades con carreras de microondas. El que se detiene, la vida lo deja.

Las bolsas de valores premian a las emisoras que hacen que los accionistas recuperen más rápido su inversión. Jugar ajedrez y leer toman su tiempo, quizá por ello sean actividades impopulares. El día que los libros se conozcan mediante una píldora habrá lectores instantáneos, que aun conociendo el desenlace de una historia, nunca sabrán lo que implica saborear un renglón, masticar un adjetivo preciso, paladear la lenta develación de un personaje, entender la belleza de una estructura que aparece para quien tiene tiempo de entenderla.

Tengo un amigo que al referirse a otro amigo en común me dice que le altera que siempre tenga prisa. Uno es de gruesa masa corporal, sus movimientos son pausados, el otro es delgado, habla y se mueve con la prisa de un electrón fuera del núcleo. Sus ritmos y motricidades chocan. Para algunas personas, las películas no son buenas o malas, son lentas, y por ello son malas.

La aparente modernidad sustituye al camino empedrado por asfalto. Llamamos Pueblos Mágicos a ciertos lugares que nos recuperan el arte perdido de tener tiempo. En sus calles empedradas cada piedra grita “ve despacio”, en sus plazas, bajo tupidos follajes, obra del tiempo, nos asombra que haya gente sentada sin hacer nada; lo que no se mueve significa que no es productivo, que es lerdo.

Esta vida en colisión ha generado iniciativas internacionales como las surgidas desde el país del dolce far niente, el Slow Food que promueve el gozo por las tradiciones locales y el ritmo pausado de la vida, o el Cittaslow que busca la calidad de vida y certifica ciudades en el mundo (nuestros Pueblos Mágicos ameritan esta distinción).

El extremo de la aceleración anida la ventaja de lo que recupera los minutos, los días o hasta los años como atributo impar. A cada gas, su leña. En el proceso industrializado del tequila, el mezcal se abre paso con el lento rodar de la tahona. La consigna de “el tiempo es dinero” se sustituye por “el tiempo es vida”. Mientras más rápido vayan unos, más valor tendrá el añejamiento. Habrá que ser barrocos: recuperar el gozo por la curva, renunciar a la inmediatez de la recta, pasar del cronómetro al calendario.