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La pirámide invertida

Una de las fotos que atesoro muestra una paradoja del mundo corporativo e incluso de la política. Hermanados por una estructura jerárquica en la que se va ascendiendo por méritos, existe una similitud poco discutible: entre más arriba, más poder. Si el edificio corporativo tiene 15 pisos, muy probablemente el poderoso despacha en lo más alto. Y por alguna razón, entre más poder, más alejamiento con las personas y con la realidad. Así, el dueño o director rara vez intercambia palabras con los clientes, vive tan aislado que hasta le apartan el elevador para que cuando suba a su oficina no tenga la molestia de encontrarse con personas que no quiere ni necesita ver. Y lo mismo podríamos decir del presidente del partido político, del dueño de un equipo de futbol y hasta de muchos jerarcas religiosos.

En la foto aparezco a nivel de la banqueta, ese lugar que, desde las alturas del jefe, se ve junto con la ciudad como una maqueta por donde se mueven, como hormigas, los mortales, los que no tienen chofer, los que tienen que hacer sus propias llamadas telefónicas, los que tienen que traer algo de dinero en la bolsa para lo que se ofrezca, los que viven el mundo allá abajo y poco saben de las decisiones cupulares (nunca mejor aplicado el adjetivo de altura). Estoy sentado en la pequeña barda que sirve de basamento para las rejas de la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México, frente a una agradable plazoleta flanqueada por la calle Monte de Piedad. A mis lados están sentados trabajadores independientes que ofrecen sus oficios de electricista, fontanero y albañil, a la espera de clientes que acudan para remediar alguna carencia (otra definición de compraventa). Me han permitido sentarme entre ellos para tomarme la foto.

Esa banqueta me recuerda que para conocer las necesidades de la gente (léase consumidores, militantes, ciudadanos, feligreses, etcétera) el contacto directo, humano, y la perspectiva al mismo nivel, es insustituible para tener el pulso y no perder la sensibilidad que la estructura jerárquica va borrando. Dentro de esa estructura se dibuja una pirámide imaginaria en cuya cúspide está el de más poder, abajo de él los colaboradores y en la base, los clientes y demás mundanos. Estas organizaciones se vuelven frías, autocráticas (los monopolios y los partidos políticos son un claro ejemplo) y eventualmente sucumben ante competidores que logran acercarse a la ciudadanía.

Una forma de revertir esta tendencia implica tomar decisiones clave a partir no del “qué hacemos” sino del “por qué lo hacemos”. Las organizaciones que pueden definir su valor simbólico, es decir, definir qué significan para su mercado, más allá del producto o servicio (el “qué”) que venden, y son capaces de transmitir esa gran razón de existir a través de toda la estructura organizacional y de todos los puntos de contacto con los clientes son entidades que pueden invertir la pirámide, de modo que la base con los clientes-ciudadanos queda arriba, en medio los colaboradores y en la punta (ahora hacia abajo) los directivos y accionistas. Si les va mejor a los clientes, les irá mejor a los colaboradores y a los accionistas (por lo mismo, el poder por el poder corrompe, pierde el foco de su razón de ser).

Tener una respuesta a cuál es el valor simbólico equivale a responder ¿por qué existimos? o ¿en qué negocio estamos? Y esta razón es la que inspira a seguir una marca incluso irracionalmente. Por eso una de las compañías más exitosas de tecnología no es la que vende las computadoras más baratas sino la que es capaz de inspirar un estilo de vida conectivo con muchos.

Este esquema ha sido difundido desde hace algunos años en libros como La estrategia del océano azul, de W. Chan Kim y Renée Mauborgne, o La clave es el porqué, de Simon Sinek, e incluso desde aquella frase atribuida a Jesús Reyes Heroles: “en política, la forma es fondo”. Yo he dicho “las cosas valen más por lo que significan que por lo que son”. A pesar de que para algunos ya suene a verdad de Perogrullo, en la realidad pocos líderes lo practican.

El mal llamado (por discriminatorio) “baño de pueblo” debería ser más que una reflexión para el buen líder, debería ser una práctica común para no perder piso, ahí donde está la banqueta, donde sucede la vida.