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Cronopermeabilidad

Eduardo Caccia

La mujer más cercana a mi vida tiene mil virtudes, sin embargo ha puesto a prueba mi capacidad de adaptación conyugal: es fashionably late por naturaleza, mientras que yo son puntual por las mismas razones (en mí significa ser hijo de un militar y una maestra normalista). Nada nos ha confrontado más que las manecillas de un reloj y su significado en nuestra vida.

En el matrimonio, los buenos consejos son como lluvia oportuna, caen del cielo y refrescan el alma. Conocí en una boda a un terapeuta conyugal, y con la confianza que da el hombro a hombro, expresé mi frustración por llegar tarde en pareja. Le expuse mis razones como si me hubiera contratado a mí mismo de abogado. Antes de terminar la ensalada, me miró como quien se apresta a fusilar y disparó a quemarropa: “Si tuvieras que escoger entre tener la razón o ser feliz, ¿qué escogerías?” Mis razones se desvanecieron, como el aderezo.

Desde entonces mi férrea dimensión del tiempo, en compromisos de pareja, se hizo de flan. No puedo decir que no me agobia llegar tarde, pero me reconforta saber que escojo ser feliz. Me preocupa que el control de daños me sale cada vez más natural: “perdón por la demora, estábamos escogiendo que zapatos ponernos”.

Sin embargo, una intriga me astillaba. ¿Cómo era posible que una mujer fuera capaz de dominar tantas cosas y tan bien, y sucumbiera al tiempo? Sin duda habría una voluntad inconsciente y cierta satisfacción secreta en no llegar a tiempo, como si ser el primero disminuyera tu reputación o tu estima.

Pronto armé una teoría y le puse un nombre inédito: “cronopermeablidad”: siempre hay suficiente tiempo para llegar tarde. Es la capacidad de alargar los minutos haciendo cosas de modo que no importa la hora del compromiso, siempre habrá actividades previas que llenarán el tiempo, y se llegará tarde.

Si la cena es a las 8, nada mejor que salir a ver lámparas a las 7. Si la comida es a las 2:30, las 2 de la tarde son un buen momento para surtir la despensa. Las matemáticas del tiempo no son las matemáticas del amor, de otra forma la ecuación no cuadra.

Por si fuera poco, la norma social no ayuda. Bajo el supuesto tan mexicano que te citan a las 9 para que llegues a las 10:30, llegar cuando el anfitrión está bajando el hielo del carro, es una afrenta. Encima tienes que disculparte y de paso ayudar a servir las botanas. Para evitar esta incomodidad, nada mejor que llegar al final.

Nuestra simulación con el reloj es una forma de sobrevivencia conyugal. El pacto implica aceptar que es imposible llegar a tiempo, es más, es de mal gusto.

No pierdo todas las batallas. Cuando el compromiso es de suma importancia para mí, confieso la treta: adelanto 60 minutos la hora de la cita. Pero esto cura la consecuencia, no la causa, lo sé.

En el fondo se trata de un exceso de optimismo; el impuntual es por naturaleza optimista, piensa que llegará a tiempo y que no pasará nada, mientras que el puntual es pesimista por necesidad, su visión de que va a llegar tarde, lo apura, lo previene.

En “El milagro secreto”, Borges escribe sobre un escritor prisionero, Jaromir Hladík, que implora a Dios un año más de vida, para poder terminar su obra, antes de ser fusilado. Justo cuando el pelotón apunta, el tiempo se detiene sólo para el condenado, goza el milagro pedido, tiene un año más para concluir Los enemigos, mientas todo a su alrededor está inmóvil. Al término del año, dos minutos en tiempo real, las balas lo fulminan. Quizá esta magia borgiana inspiro la cronopermeabilidad, y el tiempo, en efecto, es una falacia.

En ocasiones, previo a una salida social, espero ya listo en la planta baja de la casa y miro mi reloj para constatar la inminente demora. Quisiera ser como Hladík y que se nos concediera más tiempo para que mi esposa terminara su elección de atuendo y otros menesteres femeninos. Si por ejemplo, Dios nos diera un mes, seguramente acomodaríamos cajones o saldríamos a dar la vuelta, regresaríamos justo para llegar tarde al compromiso.

Ver el reloj avanzar, sin posibilidad de detenerlo, me convierte en mi propio psicólogo. Amar es un verbo sin divisiones, y en matrimonio se conjuga con paciencia.

He llegado a una certeza tranquilizadora, mi esposa me hace impuntualmente feliz.