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Caprichos del hipotálamo

Por alguna condición personal, digna de un compendio de sabiduría inútil, me siento muy a gusto en temperaturas frescas, digamos entre 15 y 22 grados Celsius, lo que me hace prescindir de abrigos, cobijas y bufandas, mientras muchos al derredor experimentan frío. En un avión, entro en batalla térmica con algún pasajero, usualmente una dama, que se defiende detrás de una cobija y pide al sobrecargo que “quite el frío”, mientras yo, en mangas de camisa, le insinúo que no lo haga. Zoológicamente hablando, me siento más cerca de los pingüinos que de las iguanas. Amo el otoño y el invierno, gozo los días nublados y lluviosos de la misma forma que alguien se alegra con el sol en la playa. Encender una chimenea me inspira (me recuerda que afuera hay frío), ponerme bloqueador solar en la piel es un control de daños.

Esta circunstancia no me impide disfrutar ciudades como Mérida, donde no deja de azorarme que con sólo 17 grados la gente use chamarras y hable del “frío”. Sin duda nuestra especie se “aclimata”, desarrolla una escala singular de lo que llama calor o frío, en función de la ciudad que habita, pero también en función de ciertas condiciones del hipotálamo, la parte del cerebro encargada de regular la temperatura corporal, nuestro termostato, para decirlo llanamente.

Luego de recorrer varias ciudades y poblados del norte de España, de pasar de climas templados en la costa del Cantábrico a otros más fríos hacia dentro de la península, compruebo que sentir frío o calor es en buena medida un factor cultural. De haber sido sociólogo y no físico, Anders Celsius hubiera dicho algo como “por su forma de sentir el frío o el calor, los conoceréis”. En Madrid la gente viste como salida de un aparador ¡de tienda departamental de México!, y es que dentro de las muchas cosas que importamos, la moda (particularmente la europea) es, por supuesto, un elemento que nos autoimponemos, en mi caso a modo de flagelo. ¿Cómo usar un saco de lana si nuestro invierno citadino apenas tiene una semana de bajas temperaturas? ¿No debería un diseñador mexicano reivindicar al algodón y al lino en pleno enero?

Buena parte de la moda que seguimos en México es una ficción, está hecha para otras latitudes. Nuestra añoranza por un clima que no tenemos llega al extremo de regodearnos con ver caer nieve artificial en un centro comercial o ponernos ropa térmica en una pista de hielo, en el Zócalo.

Al menos en tres ciudades españolas recordé las palabras de Carlos Fuentes en El espejo enterrado: “España… es una proposición doblemente genitiva, madre y padre fundidos en uno solo, dándonos su calor a veces opresivo, sofocantemente familiar…”, pues en la habitación de los hoteles sentía un calor incómodo. Luego de luchar inútilmente con el control del clima, llamé para pedir que me asistieran. “Señor, no puede hacer nada, es noviembre”, la respuesta me desconcertó, ¿tenía la culpa el zodiaco? “Ya todas las habitaciones están a 24 grados, por el frío; la temperatura está controlada por un ordenador central que no podemos mover”. ¡¿El frío de quién?!, si a 24 grados empiezo a sudar y me revuelvo en la cama como patata en sartén. “Bueno, puede abrir la ventana”. Me quedó claro que hay sitios donde el frío se decreta, no se siente, por eso la definición de suéter es “prenda que el hijo debe usar cuando la madre tiene frío”.

Pero así como yo me quejo del calor, hay quienes se quejan del frío. Se dice que los norteamericanos viven una sociedad altamente frigorizada, que usan en exceso el aire acondicionado. Richard de Dear, estudioso de la Universidad de Sydney, tiene una forma especial de explicar esto, dice que “ser capaz que la gente sienta frío durante el verano es un signo de poder” y que por ello muchos establecimientos de prestigio tienen la temperatura baja. ¿Los gringos son fríos y los españoles cálidos?

La sensibilidad térmica es una prueba para la convivencia. En materia de temperatura me declaro liberal: “Entre los individuos como entre las cobijas, el respeto por el hipotálamo ajeno es la paz”. En un matrimonio suele haber una negociación de alcoba que usualmente se resuelve con un par de frazadas, pero no siempre.

Cada cultura tiene su antídoto. A diferencia de los hoteles gringos, en España sí abren las ventanas.