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¡Bravo, árbitro!

Mis primeros recuerdos en una cancha de futbol me llevan a la UNAM. Entrenaba con el equipo infantil esperando los 15 minutos más emocionantes y fugaces: el medio tiempo de un partido de liga de los Pumas en el estadio de CU, cuando con mi camiseta azul y rayas doradas no sólo jugábamos futbol en aquel templo, también encarnábamos a los héroes que pronto regresarían por un túnel.

Desde que conoces el futbol aprendes (porque así te lo enseña la costumbre) que el árbitro es injusto, miope, vendido, ratero, ciego, perverso, execrable, vil, parcial, y que tiene en su señora madre el flanco más vulnerable por donde invariablemente le llegan tres palabras como insulto supremo. Ante esta expectativa el juego transcurre con la inminente y esperada pifia arbitral o al menos con una decisión contraria a los intereses de un equipo. Esta predisposición debería erradicarse con un convencimiento de los directivos y de los jugadores de que el árbitro es un ser humano y como tal es falible; esta fisura es parte del encanto del juego.

Tan denigrada está la figura del juez central que algunos lectores se preguntarán por qué desperdicio renglones hablando de seres a quienes se les acusa de echar a perder partidos, frustrar campeonatos y provocar más llanto que las vacunas contra la rabia. Sabrán quizás que hace unos días los árbitros profesionales hicieron un paro exigiendo que se aplicara el reglamento ante casos donde jugadores agredieron físicamente a sendos árbitros. La Comisión Disciplinaria de la Federación Mexicana de Futbol, bajo el amparo de la figura de “intento de agresión” y presumiblemente bajo las lóbregas sombras de intereses inconfesables, dictaminó castigos de 8 y 10 partidos de suspensión, cuando el reglamento establece que la sanción por agredir al árbitro es de un año.

Los árbitros dieron una lección al país, a la sociedad en general y a la clase política. En una decisión inédita deciden unirse a favor de la legalidad y en contra de los intereses particulares. Con gran dignidad fijan su postura y exigen lo que en México es una mezcla de deporte extremo con ciencia ficción: ¡que se aplique la ley! Los federativos, al verse sin salida, rectifican las sanciones y los dos jugadores son suspendidos por un año. ¡Qué ganas de que así funcionara la justicia en todo México! Los fiscales especiales no serían nombrados a modo para exonerar a sus jefes, los exgobernadores señalados por corrupción serían encontrados, atrapados, encarcelados y se les exigiría devolver lo robado.

La cultura de legalidad que tanto añoramos en México se construye a base de anécdotas de legalidad, donde el ciudadano común ve el delito y ve el castigo en temas “menores”, como todo lo que sucede cotidianamente en la calle, hasta la aplicación de la ley en los casos escandalosos de corrupción y peculado. Pero la anécdota de los árbitros se nos esfumó como un refresco de cola diluido en una alberca. No debería ser así, es como desperdiciar nuestras balas de plata. Los árbitros deberían ser calificados de héroes. ¿Exagero? ¡Por supuesto!, ¿necesitamos esa exageración en México? ¡Por supuesto!

Philip Zimbardo, estudioso del lado oscuro de la conducta humana, es fundador de Heroic Imagination Project, organización que invita a las sociedades en estado de putrefacción (como la nuestra) a resignificar el concepto de “héroe” para dárselo a todas aquellas conductas, por insignificantes que parezcan, que constituyan una acción de legalidad que puede ser replicada por otros en la sociedad. Se trata, en el fondo, de cambiar los incentivos y premiar las conductas deseables para romper la inercia del delito y la impunidad.

Reflexionando con David Konzevik sobre los mensajes de duelo por la reciente muerte de Jesús Silva-Herzog Flores, me hace notar cómo se destaca un adjetivo: honesto, evidencia de la carencia más notable entre políticos. El héroe que necesitamos va a contracorriente, contrasta como ave blanca sobre el fango, sabe decir “no”, vende litros de a litro, no se estaciona en el espacio de personas con capacidades diferentes, devuelve una cartera encontrada, no copia en un examen ni corrompe su palabra; y a veces simplemente se planta con dignidad para exigir lo remoto, ese territorio donde vive la esperanza.