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“¡Aquí tendrá que ser!”

En ocasiones me acerco al dolor, ése que no se deletrea, simplemente acude a los ojos, quiebra la voz o provoca silencios. Fue una investigación sobre el envío de remesas (por ende sobre migración). Familias separadas, hijos que escuchan la voz de papá cada semana, pero no lo pueden abrazar desde hace años, la quinceañera que nunca ha visto a su padre y por fin lo recibirá (llega su cadáver, murió hace unos días), dramas de desarraigo forzado con los que me acostaba todas las noches luego de escuchar historias de quienes reciben dólares.

El 18 de Diciembre la ONU celebra el día internacional del migrante. Yo mismo he sido migrante (legal, pero migrante). Mis andanzas “del otro lado” son una caricatura con las proezas que pasan los indocumentados. He cruzado “la línea” incontables veces, muchas para atestiguar que la mejor cocina de San Diego está en Tijuana, y que algo tiene la patria imperfecta que nos llama. ¿Por qué el aguacate cambia de sabor al cruzar la frontera?

Escuchando ese llamado dejé el autoexilio, decisión nunca exenta de ambivalencias. Por ello me caló hondo la obra de teatro “Made in México”, basada en el guión de la argentina Nelly Fernández “Made in Lanús” que luego se convertiría en “Made in Argentina” para el cine. El lugar es lo de menos, la historia es tan arquetípica que atañe a cualquier latitud del planeta donde alguien ha emigrado.

Expulsados por la situación del país, Osvaldo y Marisela se exiliaron en EEUU. El hermano de ésta, el Negro, y su esposa, Yoli, se quedaron en México. Las parejas se reencuentran 30 años después. Hay prosperidad en unos, estancamiento en otros. El Negro y Yoli han sufrido devaluaciones, gobiernos corruptos, mil promesas incumplidas de candidatos, una hipoteca eterna, inseguridad. Se quedaron en México para demostrar que lo mejor que hace un mexicano es aguantar.

El migrante es un ser vestido de identidad que lucha por conservarla, incluso cuando tiene que disimular para sobrevivir en otras aguas. “La emigración no sólo implica dejar atrás, cruzar océanos, vivir entre extranjeros, sino también destruir el significado propio del mundo y, en último término, abandonarse a la irrealidad del absurdo”, dice John Berger, autor también de Un séptimo hombre, con el fotógrafo suizo Jean Mhor, testimonial sobre migrantes europeos en los sesentas, una crítica a los sistemas económicos de los países incapaces de generar empleos bien remunerados para sus habitantes.

Escapar de las posibilidades que niega un país acaso sea una de las mayores injusticias sociales. Si bien muchos migrantes no piensan regresar a México, otros más añoran el terruño, la familia, la vida con límites negociables, los sabores, y cualquier símbolo patrio (cuando juega allá la selección nacional de fútbol, la patria acude a ellos). Cierta vez me estacioné (traía carro mexicano) afuera de una tienda de conveniencia en EEUU. Al bajar del auto escuche de un compatriota un piropo nacionalista: “Ay señor, qué bonitas placas”. ¿Puede un freewaysin baches sustituir la brecha que lleva al pueblo?

Berger tituló su obra en alusión al poema de Atila József, El Séptimo, que inicia: Si emprendes el camino en este mundo/mejor será que nazcas siete veces/Una, dentro de una casa ardiendo,/una, en una inundación de aguas heladas,/una, en un manicomio desenfrenado,/una, en un campo de trigo maduro/una, en un claustro vacío,/y una entre los cerdos de las pocilgas./Seis bebés lloran; no es bastante:/tú mismo debes ser el séptimo.

Caminante de mundos, el migrante nace siete veces, se desdibuja para convertirse en otro. No puede escapar de lo otro, aquello que no es él, aquello que lo define y sedimenta. Si vuelve, encuentra un sitio distinto al que dejó.

Ante la oportunidad real de irse de México, el Negro especula una vida de progreso en el primer mundo. Sus sueños se frustran cuando Yoli dice que también ella quiere una mejor vida para su hija, y con firmeza da otra definición de esperanza: ¡Aquí tendrá que ser!

Hay migrantes que nunca se van.

@eduardo_caccia