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Al margen de la cancha

Para Eduardo Caccia Martínez

La ceremonia inaugural del Mundial Brasil 2014 fue grandiosa, lucidora y memorable, si la comparamos con la de México 1970. Ésta, en retrospectiva, es mejorada cada domingo por cualquier torneo de secundaria, pero en 1970, ver desfilar marcialmente a niños representando a los 16 equipos participantes, y luego, en el momento climático, ver volar cientos de globos de colores que, a destiempo y caprichosamente, formaban helicoidales en el cielo, fue lo máximo.

Las ceremonias deportivas se han sofisticado, particularmente las de los Juegos Olímpicos. Es tanto lo que esperamos de la siguiente inauguración, que la de Brasil 2014 ha decepcionado profundamente a la mayoría. Una ceremonia sin ritmo narrativo (no hubo una historia que se contara, no hubo hilo de tensión), desarticulada, árida por más que se emularan selvas y ríos, falta de coherencia dramática, caótica como si fuera el primer ensayo de varios.

Se ha dicho que la ceremonia es un reflejo del país anfitrión, sumido en profundas diferencias, enfrentado más que por su gran diversidad, por su desigualdad y por una presidenta que finalmente reconoce que para ser felices se requiere más que samba, carnaval y fútbol.

David Konzevik debe sentirse halagado, Dilma Rousseff explica la situación de Brasil con la “revolución de las expectativas” del argentino, cuando afirma que hay una clase media ampliada,  “que tiene más deseos, más anhelos, más demandas”. De la misma forma que esperábamos más de la ceremonia inaugural en Brasil, millones de brasileños esperan más, y ven en la Copa del Mundo un símbolo enemigo que distrae recursos que podrían haber sido para ellos.

A estas alturas, la mejor propaganda para Dilma es Neymar. Si Brasil no gana la copa, se temen mayores disturbios y un clima de animadversión social y económico que podría, en caso extremo, contagiar a la región (¿“efecto samba”?).

En La felicidad paradójica, dice Lipovetsky que ha nacido una nueva modernidad, la “civilización del deseo”, una sociedad en la que “El vivir mejor se ha convertido en una pasión de masas. Hemos entrado en una nueva etapa del capitalismo, hemos entrado en la sociedad de hiperconsumo. Nace un Homo consumericus de tercer tipo, un turboconsumidor desatado, con gustos imprevisibles, al acecho de nuevas experiencias emocionales y de mayor bienestar, de calidad de vida y de salud, de marcas y de autenticidad, de inmediatez y de comunicación.” Moderar y administrar expectativas, es el reto actual de gobiernos y corporaciones.

Emocionalmente, sin embargo, seguimos siendo mucho menos evolucionados. La llegada de una Copa del Mundo (para muchos) es el anuncio de la mejor cosecha. En Balón dividido, Juan Villoro dice que la inmensa mayoría de los aficionados están en un estadio porque alguna vez su padre los llevó. Mi caso es contrario.

Hace años me gané unos boletos para un partido en el Azteca. Respondí por radio (590, La Pantera) cuánto pesa un balón. Nunca antes tan pocos gramos pesaron tanto para mí. A mi papá no le gustan las multitudes (se entiende que sea aficionado del Necaxa), aun así lo convencí y por primera vez entré al estadio.

Al ver goles prodigiosos como el de Líneas Aéreas Van Persie, contra España, confieso que mis expectativas no han sido superadas. El mejor gol que conozco no lo vi, lo anotó mi papá al margen de la cancha. Su calidad de gol inverosímil le dio el carácter de cuento de Asimov. Pasaba mi padre detrás de la portería cuando un tiro largo escurrió entre las piernas del portero. Con un árbitro lejano y antes de que el balón fuera recuperado por el cancerbero, sin cruzar la meta, mi papá festejó y el árbitro lo dio por bueno.

Anotar un gol sin jugar pertenece a la narrativa fantástica que pasa de padres a hijos, ese vínculo que se fortalece atrás de una portería, en la gradería de un estadio o frente una pantalla. Como tirar un penal con estadio lleno, los hijos cargamos con el peso de intentar superar las expectativas del padre, aunque algunos sólo hayamos anotado dentro de la cancha.